Marco Aguilar
Partamos de dos premisas fundamentales, observables desde la Antropología Social y la Sociología:
1. Desconocimiento del contexto sociocultural: En un municipio como Pátzcuaro, con una fuerte presencia de comunidades indígenas, campesinas y artesanales, el uso de ascensores resulta ajeno a sus prácticas cotidianas. Esta tecnología no forma parte de su experiencia ni de su lógica de desplazamiento, y su uso exige un proceso de aprendizaje, confianza e identificación simbólica que nunca fue considerado por los proyectistas. Sin una apropiación previa ni una estrategia pedagógica, su incorporación es simplemente disfuncional.
2. La lógica comercial popular: Los comerciantes tradicionales —ya sea del mercado formal o del tianguis— trabajan desde el nivel de suelo. Allí se da la interacción directa, el intercambio informal, la visibilidad del producto. Trasladar estas dinámicas a un segundo o tercer nivel representa no sólo una barrera física, sino un quiebre cultural. La gente no sube, porque el acto de comprar implica caminar, ver, probar, oler. Nada de esto funciona desde un ascensor.
El marco normativo ignorado
La planeación del mercado violentó además disposiciones normativas expresas. La Norma Mexicana NMX-C-415-ONNCCE-2015, que forma parte del Sistema Normativo de Equipamiento Urbano (SNEU), establece que los mercados municipales deben privilegiar su desarrollo en un solo nivel, garantizando accesibilidad, circulación natural y costos de operación mínimos. Esta norma tiene fuerza vinculante a través del Código de Desarrollo Urbano del Estado de Michoacán, el cual establece en su Artículo 55, fracción III, que “las disposiciones federales de carácter técnico y normativo serán de observancia obligatoria en el diseño y operación de los equipamientos urbanos”.
La SEDUM, en su rol rector, tenía la obligación de garantizar el cumplimiento de estas normas. No sólo no lo hizo, sino que ignoró alertas tempranas de diversos actores —comerciantes, analistas locales, ciudadanos— que advertían sobre el fracaso estructural de estas decisiones. En vez de proyectar desde el territorio, se hizo desde el escritorio.
La operación técnica fallida
Los ascensores fueron ensamblados en obra, a la prisa y con deficiencias estructurales que incluso derivaron en incidentes lamentables durante su instalación. Actualmente, su mantenimiento debe resolverse desde Morelia o incluso con técnicos externos al estado. La autoridad local desconoce los costos reales de mantenimiento, reposición de piezas o atención de fallas eléctricas. En ciudades con mayores recursos, estos sistemas ya han mostrado su ineficiencia: meses sin servicio, trabas presupuestales, abandono.
Hoy, a días de su inauguración, el mercado de Pátzcuaro evidencia ya este colapso previsible: ascensores inutilizados o usados incorrectamente, comerciantes en niveles altos que no reciben clientela, y una autoridad que culpa a los usuarios por no saber utilizar los sistemas, en lugar de asumir su responsabilidad en el diseño de un equipamiento ajeno al contexto.
Un proyecto fallido desde el principio
Se trató de un proyecto ejecutado como experimento, sin diagnóstico previo, sin estudios antropológicos, sin observación participante, sin consulta ciudadana. La titular de la SEDUM, como responsable técnica y política del proyecto, ha mostrado una profunda incapacidad de gestión, una carencia de criterio ético profesional y una desconexión absoluta con la cultura de la población a la que se dice servir.
¿Es posible una solución?
Sí, aunque ya no desde el ideal. Una adaptación estratégica puede mitigar el error, si se actúa con honestidad técnica:
Integrar rampas continuas de pendiente baja y recubrimientos antideslizantes, que conecten el primer y segundo nivel, permitiendo el tránsito natural de personas con productos sin necesidad de operar maquinaria.
Colocar escaleras abiertas y visibles, amplias, bien iluminadas, y ubicadas en zonas de flujo natural de personas, acompañadas de señalética culturalmente reconocible.
Rediseñar la distribución de locales para ubicar giros comerciales con mayor atractivo (alimentos, comida preparada) en niveles superiores, con incentivos y estrategias de activación de esos espacios.
Elaborar una campaña de alfabetización espacial y de apropiación simbólica, donde los propios usuarios (comerciantes y consumidores) participen en el rediseño y resignificación del mercado como espacio público vivo.
Sin estas acciones, el mercado está condenado a ser un elefante blanco, una obra sin alma, construida por una administración sin territorio.