Marco Aguilar
Recuerdo que, en mis primeros años de vida, mi padre nos enseñaba lo que era el Derecho a través de la Constitución. No eran clases de memoria ni repeticiones mecánicas: eran conceptos que nos hacía comprender, y mis hermanos y yo participábamos con entusiasmo. Lo tomábamos como un juego, un desafío. Desarrollábamos destrezas que nos llenaban de orgullo.
Mientras las tablas de multiplicar o los Estados y sus capitales se memorizaban, el Derecho se razonaba. Siempre, tanto el conocimiento como el pensamiento crítico estuvieron presentes en la casa de mis padres. Allí aprendimos que las leyes no son ocurrencias, sino estructuras racionales que permiten construir una sociedad más justa.
Hoy, como nunca antes lo habíamos vivido, vemos en nuestra familia la destrucción de muchos de esos valores inculcados. Valores entendidos no como dogmas, sino como parte de una evolución histórica, social y ética, que busca el bien común.
Una Nación —su conformación, sus reglas, sus porqués— está siendo trastocada de forma absurda, guiada por intereses personales ajenos a esos principios que le dan sentido. Lo que hoy presenciamos es un intento de imponer una visión distorsionada del poder, donde frustraciones personales y caprichos se convierten en decisiones de Estado.
No entender esto, o peor aún, permitirlo con indiferencia, nos llevará a un retroceso histórico. No podemos quedarnos callados.
Aún hay forma de exigir, de resistir y de revertir este rumbo. México no merece una deriva hacia el totalitarismo ni hacia la dictadura. Aún estamos a tiempo. Pero necesitamos despertar.