Blanca Piña/Senadora de la República
La victoria de Gustavo Petro y Francia Márquez en Colombia, se suma a la serie de triunfos electorales de las fuerzas de izquierda y centro izquierda que conforman la segunda ola del progresismo latinoamericano con Gabriel Boric en Chile en 2020; Xiomara Castro en Honduras, también en 2020; Pedro Castillo en Perú, en el 2021; Alberto Arce en 2020 en Bolivia; Alberto Fernández en 2019 en Argentina; y quizás el triunfo de la izquierda latinoamericana que inauguró esta nueva ola, el de AMLO en 2018.
Aunque los gobiernos progresistas tienen formas y matices, defienden ideas comunes. Como lo apunta el exvicepresidente boliviano, Álvaro García Linera, se identifican con el cuestionamiento de la doctrina neoliberal de privatizaciones, libre mercado y concentración de la riqueza social en pocas manos. Segundo, comparten la reivindicación de las luchas plebeyas y las demandas de los sectores populares por justicia social. Tercero, abiertamente se pronuncia por la revaloración de lo nacional-popular y la soberanía nacional, como oposición al intervencionismo estadounidense en la región.
Esta segunda ola difiere de la primera acontecida en la primera década del siglo XXI, protagonizada por el sentimiento antimperialista del comandante Hugo Chávez, Evo Morales, Nestor Kirchner y Rafael Correa, más por su extensión y no tanto por su contenido.
En la primera ola, México, Colombia y Perú (segunda, quinta y séptima economías de la región), eran dominados por gobiernos neoliberales subordinados claramente a Washington. Al finalizar el 2022, los gobiernos progresistas gobernarán los países cuyo PIB ocupan del segundo al séptimo lugar y muy probablemente Brasil, principal economía de América Latina, en donde las encuestas colocan a Lula da Silva como puntero en las preferencias electorales.
Ahora bien, es evidente que la segunda ola del progresismo, si realmente pretende alcanzar el horizonte posneoliberal, tiene el reto de aprender de las lecciones de la historia. La primera lección es que la conciliación con el neoliberalismo y los sectores que se beneficiaron de él, decepcionaron a las masas populares que conformaban la base electoral del progresismo, incluso en países donde la izquierda perdió el gobierno por golpes de estado, como en Brasil, la decepción popular desalentó las movilizaciones de respuesta.
La segunda lección, quizás la más importante, es que como lo apunta Frei Beto, tener el gobierno no significa tener el poder. Los golpes de estado blandos, como el caso de Honduras, Paraguay y Brasil, o duros, como en Bolivia, atestiguan esta sentencia. Es por ello que el reto, tal como lo entendió, aunque tarde, la Unión Popular en Chile en los 70, es desmontar los factores reales de poder controlados por las oligarquías, y la construcción de un poder popular constituyente.
No se debe de olvidar que esta ola de progresismo tiene como antecedente el bienio 2019-2020, protagonizado por grandes movilizaciones populares en Bolivia, Chile y Colombia, las cuales fueron la antesala de las victorias electorales.
Para que trascienda, la segunda ola del progresismo debe conformar una base social sólida, compacta ideológicamente, que respalden en las calles el programa de gobierno que se conquistó en las urnas. Y para ello, deberá de alejarse de las tentaciones de privilegiar los pactos con los sectores de la oligarquía que, si bien en un momento de incertidumbre se inclinan por gobiernos de centro izquierda o izquierda, en los momentos definitorios de la lucha regresan a sus posiciones reaccionarias y conservadoras.
Aunque las tareas son titánicas, el progresismo latinoamericano inaugura de nuevo el debate sobre la lucha por la utopía, porque como bien canta Silvio Rodríguez, de lo que se trata es de hablar de lo imposible, porque de lo posible, se sabe demasiado.