J. Salatiel Arroyo Zamora
En los años 90´s, como consecuencia del trabajo reporteril, tuve oportunidad de conocer a ciertos personajes que actuaban al margen de la ley -dicho “en confianza” por ellos mismos-. Quiénes los conocían, les llamaban narcotraficantes. Con dos se establecieron lazos de amistad, uno desapareció luego de fugarse de una prisión en el Estado de México; el otro, mi apreciado compadre, pagó sus culpas con la sociedad y su conciencia, con más de diez años de reclusión en los dos CERESOS de Morelia, de donde salió con la preparatoria terminada; ya en libertad realizó la Licenciatura en Derecho y Maestría.
Ellos eran delincuentes, lo sabían y aceptaban, pero no les agradaba. Mucho menos para sentirse orgullosos de serlo y andar alardeando. Pues reconocían que estaban faltando a las normas, no sólo jurídicas, también a las morales. Aunque uno de ellos difícilmente sabía leer y escribir, era sumamente inteligente, aplicaba el discernimiento y la sensatez para darse cuenta de lo que estaba bien, siendo al mismo tiempo conscientes que la actividad que realizaban estaba mal. Aun cuando con nadie se metían y generaban riqueza, que en la región se distribuía. En lugar de inhibirla o arrebatarla.
En esa época los narcos eran hombres de honor y respeto. A pesar de tener acuerdos con las corporaciones policiacas y castrenses, no abusaban de ese poder, ni de otras capacidades. Eran discretos en lo que hacían, por pena, al tratarse de infractores de la Ley. Hoy, es todo lo contrario, muchos alardean ser “maña”, aunque no los sean. Y las chiquillas se entusiasman con individuos con esas características, sin reflexionar a lo que se exponen, sabiendo la cantidad de jóvenes y adolescentes desaparecidas, torturadas y asesinadas, en ocasiones por solo relacionarse emocionalmente con ese tipo de individuos.
Mientras los infractores de hoy, pretextan que incursionan en la criminalidad por su familia, “para darles lo que ellos no tuvieron”; sin embargo, les quitan lo más valioso después de la vida: la tranquilidad y a veces la existencia misma. Pues los códigos de honor, el respeto y hasta la humanidad, sensibilidad o misericordia, se están extinguiendo.
Ignoro cual putrefacción fue primero, si de los delincuentes o de la clase política. Lo cierto, es que en determinadas regiones los caciques políticos se acercaron a los narcos para que aportaran financiamiento a sus campañas, a cambio de protección gubernamental o de relacionarlos con poderes gubernamentales, policiacos y militares “de más arriba”; pues ellos, los políticos, estaban más y mejor conectados.
Esos caciques locales tenían relación de interés o de compadrazgo con comandantes de la entonces Policial Judicial Federal, que eran el verdadero poder (como lo son hoy los llamados “jefes de plaza”), Ministerios Públicos, comandantes de la extinta Policía Federal de Caminos, mandos militares, sub procuradurías regionales de justicia, jueces y magistrados. Todo lo que un narco necesitaba para sentirse protegido en la realización de sus ilícitas actividades.
Pero los narcos ignoraban que los políticos carecían de valores, de honor, y el objetivo de ellos era el dinero en exceso y más poder. Su ambición era descontrolada desde entonces, siempre buscando encumbrar más alto en la escala de control territorial y social, para acceder a espacios de mayor dominio. Traicionando en ocasiones a sus proveedores financieros.
Se hizo común que caciques políticos y empresariales facilitaran viviendas y otras comodidades a los mandos policiacos, organizaban comidas y hasta compadres se hacían, para estrechar relaciones y complicidades. Dándose casos dónde los jefes políticos entregaban, “vendían”, “ponían” o traicionaban a sus supuestos aliados lo narcos, pues tenían conocimiento -por la confianza que infundían- donde estaban las plantaciones, lugares de acopio, cuándo y cómo se realizarían los envíos.
Así que, quiénes no tenían acuerdo con los mandos policiacos, eran detenidos, y sus “compadres” y amigos políticos que los habían delatado se encargaban de “hacerles favor” de gestionar la libertad, a cambio de millonarias sumas de dinero, que los familiares entregaban a las autoridades y estas repartían la parte correspondiente a los delatores, que además recibían la gratitud de los liberados, que en adelante debían coordinarse con las autoridades policiacas.
Y los que ya estaban apalabrados, también eran traicionados por sus “amigos”, usando lo que llamaban “volantas”, supuestos militares o judiciales que venían de comisión de manera sorpresiva sobre esos objetivos, que eran extorsionados y se distribuía parte del botín con los poderosos informantes.
Los narcos, en ese tiempo, eran personas de origen campesino, hombres de campo, “de palabra” y dignidad, con valores arraigados, que comenzaron cultivando marihuana y en algunos casos amapola, para complementar sus ingresos, pues la siembra únicamente de maíz resultaba incosteable. Pero sembrando droga pudieron hacer su casa, comprar tractor, ganado y camioneta.
Otros, más “aspiracionistas”, además de sembrar, organizaban a sus compañeros productores para que les confiaran sus cosechas y transportarlas a la frontera norte, donde se vendía a mejor precio, con el riesgo de perder la carga y quedar endeudados con quienes en ellos confiaron. Si “pegaban el tiro”, se capitalizaban, la ambición crecía, así como la fortuna material. Hasta que eran traicionados, extorsionados o detenidos y perdían todo.
La mayoría de ellos pagó por los ilícitos que cometieron, en prisiones de México y el extranjero; muchos ya murieron, “se jubilaron” o se encuentran desaparecidos. Pero, los que sí están vigentes, son los caciques políticos, por sí mismos o sus descendientes. Y han sido tan hábiles, que no importa el partido político que esté de moda y gobierne, ellos se adaptan. Destruyen la credibilidad de la organización política que lo encumbró y se mudan a otras, y no llegan a hacer fila, ni méritos, como los militantes comunes para treparse al poder… no, ellos llegan a servirse de la mesa puesta, se adueña de cargos de primer nivel y candidaturas.
Siempre se ha demostrado que la putrefacción ha sido más profunda, fuerte y vertiginosa en la delincuencia política, que entre los infractores comunes. Pero sólo los segundos reciben castigo, en tanto los otros son premiados.
A pesar de tener conocimiento de ellos, aun así, se sigue entregando la representación popular a personas sin escrúpulos, excesivamente ambiciosos, que lo único que buscan es poder y dinero.
Antaño, cuando el presupuesto destinado a los municipios era exiguo, no alcanzaba ni para saldar la nómina, nadie quería ser presidente. Los notables de los pueblos tenían que ir a buscar a sus domicilios a los ciudadanos más ejemplares, por trabajadores, íntegros y honestos, para rogarles fueran candidatos.
Pero estos se resistían, pues sabían la obligación que representaba administrar los bienes ajenos, así como descuidar los propios, la parcela, la tienda, oficina o fábrica, para ir a servir a los demás de manera casi honoraria. Hoy hasta se matan, por “ir a servir al pueblo”, dicen ellos.
Obviamente ha sido el poder y el dinero lo que ha corrompido a todos, y entre mayor es el dominio, más grande es la tentación o el riesgo de sucumbir. Por eso se ha dicho, que el poder absoluto, corrompe absolutamente. Aun así, se está de acuerdo mayoritariamente en concentrar todo el poder del gobierno en una misma autoridad, sin contrapesos que generen equilibrios (sin independencia del legislativo y judicial, respecto al ejecutivo). Además, se aplaude que el gobierno incremente la prostitución y control de consciencias con la entrega de dádivas.