Alfredo Ramírez Bedolla

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Salvador Hurtado

Hace alrededor de cinco años, cerca del Palacio del Arte, intentaba encontrar la ubicación de la CONDUSEF. Decidí pedir ayuda a la persona más cercana, y para mi sorpresa, la respuesta superó mis expectativas. No solo me señaló el lugar, sino que, de forma imprudente, bajó de la banqueta para explicarme con mayor precisión cómo llegar a la dependencia. Fue en ese momento cuando lo reconocí: era nada menos que Alfredo Ramírez Bedolla. No estoy seguro si en aquel entonces era diputado local, pero lo que sí puedo afirmar es que jamás imaginé, por su trato atento y educado —y quizá ni él mismo lo sospechaba—, que tiempo después se convertiría en el gobernador de Michoacán, ya sea por las circunstancias o por la lucha férrea de los «mastines» de su partido.

Según una peculiar regla moral, una buena persona es aquella que siempre desea lo mejor para los demás y actúa en consecuencia. Una persona que reconoce a otra como su igual tiende a respetarla y apoyarla, actuando con devoción, bondad y humildad, sin considerarse superior. Creo que ese momento con Ramírez Bedolla ejemplifica perfectamente estas cualidades. Más de una vez presumí aquel gesto, pero hoy me pregunto: ¿qué sucede con los cambios en la conducta, la actitud, la obra y la solidaridad hacia el prójimo? Porque, en escenarios donde se podría maniobrar para proteger y apoyar a la ciudadanía de todos los sectores, el poder parece corromperse. O, quizá, son los falsos elogios de bribones y familias explotadoras de nuestro querido Michoacán los que desvían a los mandatarios.

Reflexiono sobre esto porque el pasado jueves, caminando por la avenida Madero, observé a empleados de la Secretaría de Salud marchando hacia el Congreso local, coreando consignas contra el gobernador: “Bedolla, dijiste que nos cumplirías, y mira, eres la misma porquería”. Sus palabras iban acompañadas de gritos aún más subidos de tono que no viene al caso reproducir aquí. Estas escenas, sumadas a las opiniones de políticos de diversas expresiones y a columnas periodísticas que critican los errores del gobierno, me llevan a cuestionar si mi percepción de aquel hombre amable y educado era errónea o si, simplemente, la naturaleza del poder lo ha transformado.

Jamás pensé que este caballero, años después, sería gobernador emanado del mismo partido en el poder, ni que sería tan criticado por no imprimirle un «estilo propio» a su gestión, como lo hacen tan embelesados otros mandatarios como: Rubén Rocha (Sinaloa), Alfonso Durazo (Sonora), Evelyn Salgado (Guerrero) o Layda Sansores (Campeche). Ramírez Bedolla, que parecía una persona circunspecta antes de alcanzar la cúspide, ahora parece incapaz de mantener siquiera el nivel básico de disimulo que exige el arte político. Su falta de destreza en la comunicación y sus discursos carentes de profundidad no lo favorecen; al contrario, lo exponen ante sus enemigos políticos, quienes no dudan en aprovechar sus debilidades.

El arte de la mentira política parece ser una asignatura mal aprendida por Ramírez Bedolla. En el poder, muchos asumen que la verdad, las pruebas y la evidencia son irrelevantes. Basta con repetir una mentira hasta que sea aceptada como verdad, como si se tratara de proclamar que la tierra es plana o que el cielo es verde. Y así, después de haber prometido esperanza en campaña, algunos mandatarios terminan arrancándosela a quienes los apoyaron, convirtiéndose en políticos más del montón.

En el ámbito de los asuntos públicos, esta dinámica es aún más compleja. Muchos políticos apelan al engaño para ocultar ilegalidades, hacer promesas sabiendo que no las cumplirán, o desviar la atención de sus errores. Las Dependencias y otras instituciones también participan en esta estrategia, ocultando datos clave o manipulándolos para generar confusión. En ese contexto, la falsedad se ha convertido en un elemento central de la política contemporánea.

En el caso de Alfredo Ramírez Bedolla, la ficción de sus discursos y exabruptos no pasaría de ser anecdótica si no fueran tan frecuentes y si no estuvieran respaldados por un séquito de políticos amaestrados que le deben favores. Algunos aseguran que los negocios turbios que se realizan en su entorno son a sus espaldas; otros, más escépticos, creen que son valores entendidos.

Así, el desencanto crece y el horizonte se oscurece, dejando a muchos preguntándose: ¿en qué momento el poder dejó de ser una herramienta para servir y se convirtió en un mecanismo para perpetuar la mentira y la inacción?.

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