Marco Aguilar
«Hay espacios que revelan su fracaso no por lo que ofrecen, sino por todo lo que omiten».
Hoy caminé por el nuevo mercado de Pátzcuaro. No lo hice como arquitecto ni como crítico especializado. Lo hice como usuario, como habitante de este pueblo que ha aprendido a convivir con las promesas mal cumplidas. Y aun así, me sigue sorprendiendo el grado de ineficiencia que se puede concentrar en una sola obra pública.
Desde el acceso es evidente que algo no encaja. Los espacios son duros, fríos, impersonales. La plaza que debería invitar al encuentro es un plano vacío, sin bancas, sin sombra, sin la mínima hospitalidad urbana. ¿A quién se le ocurrió que la gente no necesita sentarse? ¿O tirar la basura? Porque, simplemente, no hay botes. Ni señales claras. Ni una lógica en la distribución del espacio que haga sentir que esto fue pensado para personas reales.
Recorrí el mercado con atención, pero sin buscar fallas: ellas me encontraron a mí. Había pequeños charcos en distintos puntos del recorrido, evidencia suficiente de goteras a pesar de que en ese momento no llovía. La calidad de los materiales es tan baja que uno podría pensar que se trató de una obra provisional. Pero no: costó millones. Se prometió como el nuevo corazón comercial de la ciudad.
«El gobierno mete del material más barato, sino que se chingan», me dijo un comerciante con una mezcla de resignación y rabia. Esa frase, dura y clara, resume el sentimiento general. No hay respeto por el dinero público ni por quienes habitan y usan el espacio. Lo que debería ser un bien común se volvió un monumento a la simulación.
La responsabilidad del diseño y la ejecución de esta obra no es menor. No se trata sólo de errores técnicos, sino de una concepción equivocada del espacio público. Quienes estuvieron a cargo, desde la planeación hasta la supervisión, no sólo demostraron desconocimiento sobre cómo se usa un mercado, sino una preocupante indiferencia hacia quienes lo usan.
El mercado de Pátzcuaro no está terminado, aunque ya lo hayan inaugurado. Pero más grave aún: no está pensado. Y cuando el pensamiento se sustituye por ocurrencias, y el cuidado por prisa, lo que se construye no es ciudad, sino frustración.