El dibujo que nunca se trazó: lo que el nuevo Mercado de Pátzcuaro revela sobre nuestra arquitectura pública

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Marco Aguilar

En cada discurso o promesa política —la mayoría vacíos, demagógicos y sin compromiso real— deberíamos exigir que se nos entreguen por escrito. No por formalismo, sino porque ponerlo por escrito lo convierte en un documento sujeto al análisis jurídico, ético y ciudadano. Un discurso escrito puede leerse como lo que verdaderamente es: una forma de contrato entre el poder y la comunidad. Sólo así podremos comenzar a exigir su cumplimiento, y dejar de tolerar la impunidad del “dije, pero no era en serio”.

Como arquitecto, desde muy joven aprendí la importancia de esa relación entre palabra y trazo. Cuando cursaba los primeros semestres de la carrera, era común llegar a revisión con entusiasmo, intentando explicar con palabras lo que habíamos plasmado en el plano. Sentíamos que al hablar justificábamos el proyecto. Entonces, un buen profesor —con una sonrisa y gesto de extrañeza— solía decir con cierta ironía: “¿Y dónde está eso que dices reflejado en el plano?” o “No me lo cuentes, muéstramelo”.

Entendí rápido la lección: primero debía construir un discurso sólido y luego traducirlo en el dibujo. Esa relación entre pensamiento y representación abría un diálogo genuino, primero con los profesores, luego con colegas, y después con los usuarios. Comunicar con claridad era tan esencial como diseñar. Esa comprensión me trajo mejores proyectos y relaciones laborales más honestas.

Hoy, con algo de ironía y mucha molestia, observo que muchos arquitectos no aprendieron —o quizá no se les enseñó— esa habilidad fundamental. Más preocupante aún, algunos han llegado a ocupar cargos públicos sin haber madurado ni en lo técnico ni en lo humano. El caso de la titular de la Secretaría de Desarrollo Urbano y Movilidad (SEDUM) es un ejemplo alarmante. Resulta difícil comprender cómo alguien con un perfil tan limitado en formación y sensibilidad profesional puede estar al frente de decisiones urbanas tan significativas. Su comportamiento evidencia una preocupante falta de oficio, una inmadurez política y un ejercicio del poder teñido de egolatría. Y eso, en la administración de una ciudad con tanto valor histórico y cultural como Pátzcuaro, es devastador.

Desde niño me ha entusiasmado la obra. Me fascina verla nacer, desarrollarse y concluir. Siempre he comprendido el esfuerzo que implica: el de una familia que invierte su patrimonio, el de una comunidad que espera soluciones, el de los trabajadores que la hacen realidad. Me inspira profundamente quien trabaja con esmero, quien piensa en el bien común y no sólo en el beneficio personal.

Por eso, me duele ver cómo muchas obras hoy están marcadas por la apatía, la mediocridad y una ambición desmedida que convierte los espacios públicos en negocios privados. El nuevo mercado de Pátzcuaro es un ejemplo doloroso de ello. Una oportunidad que se desperdició. Un proyecto que debió haber nacido del diálogo con la comunidad, de la escucha real de sus necesidades, y no de una imposición disfrazada de modernidad.

Una comunidad que no supo —o no pudo, muchas veces por falta de información o por exclusión deliberada— imponer reglas claras para proteger su patrimonio y exigir resultados dignos, termina perdiendo. Y en este caso, se perdió mucho más que un edificio: se perdió la posibilidad de construir algo valioso, útil y legítimo para todos.

Hoy, el nuevo mercado de Pátzcuaro ya está construido en lo material, pero no está verdaderamente hecho en lo esencial: no nació del diálogo ni representa a su comunidad. No hay proyecto cuando no hay escucha. No hay arquitectura cuando se desprecia el diálogo, cuando se margina a la comunidad y se privilegia el ego o el negocio. Esa ausencia no se resuelve con estructura ni acabados; es una herida que queda abierta en la ciudad.

Porque igual que en la arquitectura, en la política pública no basta con decir: hay que trazar, sustentar y cumplir. Y si no hay palabra escrita, si no hay proyecto expuesto, si no hay responsabilidad asumida, entonces lo que se construye no es una obra ni un compromiso: es una simulación. Y a estas alturas, deberíamos estar hartos de simular.