Entre escombros e inundaciones: Una lección ética desde la infancia

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Marco Aguilar

En mi niñez, uno de los chistes que más nos hacía reír a mi hermano y a mí era este:

—»¿Y ya sabe el ingeniero que se le derrumbó la casa?»

—»No, pero se lo diremos ahora que lo saquemos de los escombros».

Y, como niños que éramos, soltabamos tremendas carcajadas. Nunca imaginamos que, con el tiempo, aquel chiste aparentemente inocente se volvería una especie de advertencia silenciosa sobre la responsabilidad que implica construir. Ya en el ejercicio profesional, tanto mi hermano como yo —formados como arquitectos— nos recordamos más de una vez aquella broma con una sonrisa, pero también con un dejo de seriedad. Tal vez, sin saberlo, esa fue nuestra primera lección de ética profesional: construir bien no es una opción, es un deber. Un deber con quienes usarán, habitarán y confiarán en lo que proyectamos.

Hoy, mientras observo los problemas que presenta la obra del mercado municipal de Pátzcuaro —filtraciones de agua por fallas en el diseño y en la ejecución, materiales de baja calidad, vicios ocultos y prisas políticas— no puedo evitar que aquel chiste regrese a mi memoria, ahora modificado:

—»¿Y ya sabe la arquitecta que se le inundó el mercado?»

La risa, en este caso, no aparece. Porque cuando una obra pública falla, no es sólo concreto lo que se fisura: se fractura la confianza, se deteriora el patrimonio común, y se afecta a personas reales —comerciantes, trabajadores, usuarios— que hoy enfrentan problemas cotidianos provocados por la negligencia, la improvisación y el ego.

En esta situación, lo que más preocupa no es sólo la mala calidad de la obra, sino la falta total de responsabilidad profesional y ética por parte de quien estuvo a cargo, la titular de la Secretaría de Desarrollo Urbano y Movilidad (SEDUM). Más preocupante aún es su intento de capitalizar la obra como plataforma de imagen personal, ignorando las consecuencias reales que hoy padecen quienes trabajan dentro del mercado.

Porque la arquitectura, sobre todo la pública, no se trata de reflectores ni de inauguraciones apuradas. Se trata de responder con seriedad al compromiso social que implica intervenir en el espacio común. Y es ahí donde el profesionalismo se pone verdaderamente a prueba: no en el discurso, sino en la obra construida.

Quien construye con ética sabe que el aplauso no se busca en la entrega de obra, sino en su uso diario, silencioso, funcional. Quien actúa con integridad entiende que cada metro cuadrado tiene consecuencias, que cada error no corregido será un problema para alguien más, y que las decisiones tomadas con ligereza pueden convertirse en lastres costosos para el bien común.

Ojalá algún día, la arquitecta responsable del mercado pueda ver lo que nosotros aprendimos de niños con aquel viejo chiste: que si uno no asume su responsabilidad desde el principio, tarde o temprano, serán otros quienes sufran las consecuencias entre los escombros o bajo el agua.

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